Os dejamos este artículo de Almudena Grandes publicado el 28 de diciembre en el País semanal. Esperamos que a vosotr@s os guste tanto como a nosotras y os haga reflexionar sobre el verdadero siginificado de la Navidad y lo que realmente es importante.
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Feliz Año Nuevo
No piquen en el anzuelo de la felicidad plastificada, de la alegría que se basa en dar envidia a los vecinos
Almudena Grandes
28 DIC 2014 - 00:00 CET
El 22 de diciembre había que ir a clase para nada, porque nos daban
las vacaciones a las doce de la mañana. Lo sé porque, al volver a casa,
siempre estaba cantando Raphael. El concierto benéfico que la mujer de
Franco presidía cada año en el Teatro de la Zarzuela se retransmitía por
tierra, mar y aire, empalmando con el sorteo de la Lotería de Navidad.
El 22 de diciembre, en mi casa, era un día frenético. Cuando volvíamos del colegio, nada había empezado aún. Pero entonces mi madre bajaba al sótano, subía un montón de cajas y antes de comer poníamos el árbol, el belén, un adorno horroroso con campanas de purpurina y acebo de plástico en la puerta. Éramos cuatro hermanos y trabajábamos deprisa. Éramos bastante chapuceros, pero el espumillón –recuerdo kilómetros de espumillón por todas partes– lo arreglaba todo.
A la hora de comer del 22 de diciembre empezaba oficialmente la Navidad en casa de los Grandes. Después, a media tarde, cogíamos un autobús y nos bajábamos en Callao para ver las luces de la Gran Vía y de la Puerta del Sol, e íbamos a la Plaza Mayor a comprar alguna bola y un pastor nuevo. En algún momento, mi hermano Manuel se despistaba para comprar una bolsa de polvo blanco, ácido bórico, sin que yo me enterara. Al día siguiente, el belén aparecía tan nevado como si Jesús hubiera nacido en los fiordos noruegos. Entonces yo gritaba, lloriqueaba, iba a quejarme, mamá, mamá, Manuel ha vuelto a nevar el belén… Y mi madre me decía que ella había leído en alguna parte que en Palestina también nevaba en invierno, y que la dejara en paz por lo que más quisiera.
En la mañana del día 23, mi padre nos daba las participaciones de lotería que había comprado y nos sentábamos a mirar en el periódico si nos había tocado algo. El dinero nos daba igual. Lo que nos habría hecho ilusión de verdad habría sido ganar algún año la cesta del mercado, o la de la panadería, o la que fuera, pero nunca nos llevamos ninguna. Por eso, algunos años, para consolarnos, mi madre nos llevaba a alguna tómbola benéfica. Recuerdo la que entonces se llamaba “tómbola de la vivienda”, porque estaba promovida por el Instituto Nacional de la Vivienda. Era un puesto enorme situado en un solar de la calle de Luchana –en los años sesenta, en la calle de Luchana había solares–, donde se compraban unos papelitos doblados de colores, muy baratos, que se abrían para tirarlos al suelo enseguida, si no había tocado nada, o para cambiarlos por una chorrada. En el fondo del puesto había lavadoras, neveras, televisores y fotos de pisos, pero yo nunca vi que le tocaran a nadie.
En Nochebuena, mi padre cantaba villancicos tradicionales con unas letras obscenas, muy golfas, tan divertidas como todo lo prohibido, que había aprendido de pequeño en la calle de Velarde. En Nochevieja, mi abuela Rosa me pelaba las uvas y me enseñaba a diferenciar los cuartos de las campanadas para comerlas perfectamente, porque era muy importante empezar bien el año. En Reyes, mi tata, que se llamaba Agripina y era de un pueblo de Cuenca, nos contaba que, cuando era pequeña, los Reyes le dejaban siempre una naranja, lo mismo que a sus hermanos.
Recuerdo muy bien las Navidades de mi infancia, y las recuerdo con alegría, sin una pizca de amargura. Todo era muy pequeño, la decoración, la publicidad, las cenas, los regalos, todo menos el número de las personas que se sentaban a la mesa, que por aquel entonces, como suele suceder en los países pobres, era enorme.
Recuerdo aquellas Navidades en las que la estrella era el huevo hilado, y nadie se compraba un traje para salir en Nochevieja, y los Reyes sólo traían un regalo grande y sorpresas, ninguna tan codiciada como la del roscón, que era un tesoro. Y en la frontera de 2014, un año tan duro, con 2015, que volverá a ser durísimo para muchos españoles, quiero invocar el espíritu de las Navidades de mi infancia, las fiestas de la sidra y el espumillón, donde se cantaba y se bailaba y se comía turrón, y eso bastaba.
No consientan que el iPhone 6 que no pueden regalar a sus hijos les amargue estos días. No acudan a los nuevos usureros que se anuncian en la tele para endeudarse comprando regalos. No piquen en el anzuelo de la propaganda multicolor, de la felicidad plastificada, de la alegría que se basa en dar envidia a los vecinos. Y si la maldita crisis les ha empobrecido, escarben en su memoria, recuerden aquellos tiempos en los que la pobreza no era un estigma humillante, ni una vergüenza, ni una tragedia, sino la misma vida, la lucha constante de todas las mañanas.
Ojalá en 2015 sean más felices que en 2014.
El 22 de diciembre, en mi casa, era un día frenético. Cuando volvíamos del colegio, nada había empezado aún. Pero entonces mi madre bajaba al sótano, subía un montón de cajas y antes de comer poníamos el árbol, el belén, un adorno horroroso con campanas de purpurina y acebo de plástico en la puerta. Éramos cuatro hermanos y trabajábamos deprisa. Éramos bastante chapuceros, pero el espumillón –recuerdo kilómetros de espumillón por todas partes– lo arreglaba todo.
A la hora de comer del 22 de diciembre empezaba oficialmente la Navidad en casa de los Grandes. Después, a media tarde, cogíamos un autobús y nos bajábamos en Callao para ver las luces de la Gran Vía y de la Puerta del Sol, e íbamos a la Plaza Mayor a comprar alguna bola y un pastor nuevo. En algún momento, mi hermano Manuel se despistaba para comprar una bolsa de polvo blanco, ácido bórico, sin que yo me enterara. Al día siguiente, el belén aparecía tan nevado como si Jesús hubiera nacido en los fiordos noruegos. Entonces yo gritaba, lloriqueaba, iba a quejarme, mamá, mamá, Manuel ha vuelto a nevar el belén… Y mi madre me decía que ella había leído en alguna parte que en Palestina también nevaba en invierno, y que la dejara en paz por lo que más quisiera.
En la mañana del día 23, mi padre nos daba las participaciones de lotería que había comprado y nos sentábamos a mirar en el periódico si nos había tocado algo. El dinero nos daba igual. Lo que nos habría hecho ilusión de verdad habría sido ganar algún año la cesta del mercado, o la de la panadería, o la que fuera, pero nunca nos llevamos ninguna. Por eso, algunos años, para consolarnos, mi madre nos llevaba a alguna tómbola benéfica. Recuerdo la que entonces se llamaba “tómbola de la vivienda”, porque estaba promovida por el Instituto Nacional de la Vivienda. Era un puesto enorme situado en un solar de la calle de Luchana –en los años sesenta, en la calle de Luchana había solares–, donde se compraban unos papelitos doblados de colores, muy baratos, que se abrían para tirarlos al suelo enseguida, si no había tocado nada, o para cambiarlos por una chorrada. En el fondo del puesto había lavadoras, neveras, televisores y fotos de pisos, pero yo nunca vi que le tocaran a nadie.
En Nochebuena, mi padre cantaba villancicos tradicionales con unas letras obscenas, muy golfas, tan divertidas como todo lo prohibido, que había aprendido de pequeño en la calle de Velarde. En Nochevieja, mi abuela Rosa me pelaba las uvas y me enseñaba a diferenciar los cuartos de las campanadas para comerlas perfectamente, porque era muy importante empezar bien el año. En Reyes, mi tata, que se llamaba Agripina y era de un pueblo de Cuenca, nos contaba que, cuando era pequeña, los Reyes le dejaban siempre una naranja, lo mismo que a sus hermanos.
Recuerdo muy bien las Navidades de mi infancia, y las recuerdo con alegría, sin una pizca de amargura. Todo era muy pequeño, la decoración, la publicidad, las cenas, los regalos, todo menos el número de las personas que se sentaban a la mesa, que por aquel entonces, como suele suceder en los países pobres, era enorme.
Recuerdo aquellas Navidades en las que la estrella era el huevo hilado, y nadie se compraba un traje para salir en Nochevieja, y los Reyes sólo traían un regalo grande y sorpresas, ninguna tan codiciada como la del roscón, que era un tesoro. Y en la frontera de 2014, un año tan duro, con 2015, que volverá a ser durísimo para muchos españoles, quiero invocar el espíritu de las Navidades de mi infancia, las fiestas de la sidra y el espumillón, donde se cantaba y se bailaba y se comía turrón, y eso bastaba.
No consientan que el iPhone 6 que no pueden regalar a sus hijos les amargue estos días. No acudan a los nuevos usureros que se anuncian en la tele para endeudarse comprando regalos. No piquen en el anzuelo de la propaganda multicolor, de la felicidad plastificada, de la alegría que se basa en dar envidia a los vecinos. Y si la maldita crisis les ha empobrecido, escarben en su memoria, recuerden aquellos tiempos en los que la pobreza no era un estigma humillante, ni una vergüenza, ni una tragedia, sino la misma vida, la lucha constante de todas las mañanas.
Ojalá en 2015 sean más felices que en 2014.
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